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Editorial.

Cuando Gustavo Petro asumió la presidencia de Colombia, el 7 de agosto del 2022, éramos conscientes de que se habían ganado por poco margen las elecciones a la primera magistratura, pero que en el Legislativo la mayoría seguía en manos de los partidos tradicionales, que desde siempre han ostentado el poder político, económico y militar, bajo la complicidad de los grandes medios de comunicación, propiedad de sus copartidarios y que se opondrían, por todos los medios, a cualquier cambio que conllevara perder o disminuir sus privilegios.

Bajo este contexto, en el primer año de Gobierno se “negociaron” en el Congreso el avance de algunas leyes importantes como la Reforma Tributaria y el Plan Nacional de Desarrollo y se inició el estudio de las más importantes reformas de contenido social del Plan de Gobierno que llevó a la presidencia a Gustavo Petro; para que esto fuera posible, se debió entregar a los partidos políticos tradicionales algunos de los más altos cargos del Estado, como lo fue el Ministerio de Educación.

En el segundo año de gobierno, cuando en el Congreso siguió avanzando el debate de las transformaciones legales más trascendentales para el país, y que son la columna vertebral del Plan de Gobierno por el cual la ciudadanía votó mayoritariamente, como son las reformas de salud, laboral y pensional, se ha encontrado una oposición muy férrea, más en el Senado que en la Cámara y que hoy amenazan seriamente con hundir estas iniciativas.

Ante este panorama político enrarecido, sumado a los resultados electorales regionales adversos al Gobierno, que llevó a que la mayoría de los actuales Gobernadores y Alcaldes también pertenecieran a los partidos opositores al gobierno nacional, Petro ha decidido volver a levantar con mayor vigor las banderas de las grandes reformas sociales que el país reclama, para los cual ha propuesto acudir a los mecanismos que están previstos en la Constitución Política de 1991, para convocar al pueblo a que ejerza su poder soberano a través de una nueva asamblea constituyente que haga posible los grandes cambios sociales, económico y políticos que reclaman las mayorías.

La participación del pueblo en una asamblea constituyente está señalada en el artículo 376 superior y determina que mediante una ley, aprobada por mayoría de los miembros de una y otra cámara, el Congreso puede disponer que el pueblo -en votación popular- decida si convoca una Asamblea Constituyente con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine, que entiende que el pueblo convoca la asamblea, si así lo aprueba cuando menos una tercera parte de los integrantes del censo electoral, y finalmente que la asamblea deberá ser elegida por el voto directo de los ciudadanos en acto electoral que no podrá coincidir con otro.

Sobre esta arriesgada propuesta, se debe señalar que hoy solo será posible volver a una constituyente si la misma está precedida de un gran acuerdo entre las diferentes fuerzas políticas del país, advirtiendo que dada la polarización actual, no hay un ambiente favorable para lograr este entendimiento y que este llamado del Gobierno a integrar una nueva constituyente puede ser su mayor error, puesto que en esta eventual elección el gobierno difícilmente puede imponer mayorías.